Di que no era verdad (III)
Nunca es demasiado temprano para Barajas, y Laura lo agradecía. Habría sido mucho peor caminar entre mostradores desiertos y papeleras limpias, pero tampoco importaba, porque el aeropuerto estaba vacío por mucha gente que corriera los cien metros lisos en sus pasillos o sobre sus escaleras mecánicas. Y, aún así, quiso regalarse la ilusión de que él aparecería en cualquier momento, con esas gafas de sol que llevaba ahora a todos sitios, con sus colgantes y una de sus camisetas horteras, con su mirada hecha de luz, con su sonrisa. El vecino non grato, el amor clandestino que su padre jamás aceptaría. Y visualizó al joven rubio de ojos azules que seguramente conocería más tarde o más temprano, el que le descubriría los secretos de Londres y la llevaría a exposiciones de Kandiski y recitales de Wagner, pero la acompañaría gustoso a un concierto de U2 cuando tuviera ocasión. Ese pobre chaval que probablemente se llamaría algo parecido a James Stone-Hewitt, pero la dejaría llamarle Jimmy cuando estuvieran solos, y que acabaría casándose con una mujer que jamás le pertenecería, porque su corazón siempre estaría herido, siempre sangraría, hasta que sonara el teléfono y la periferia madrileña le acariciara el oído. Que te echo mogollón de menos y que me gustaría volver contigo. No era una ingenua, y sabía que las probabilidades de que algo así sucediera ni siquiera eran dignas de alcanzar el rango de mínimas. Si no ocurriera jamás, ella sobreviviría, pero sería para siempre lo que era en aquellos momentos: una sonriente, mentirosa y complaciente herida.



Sus padres se despedían con la mano, y la mirada de cariño que les dedicó mientras desaparecía tras la puerta de embarque fue el único gesto sincero que se permitió aquella mañana. Una vez en el avión sacó los auriculares y comenzó a escucharla. Cuando el silencio ensordecía el sentido de mi vida y quería volver a nacer… Una canción que siempre le había parecido una soberana cutrez hasta que se la escuchó cantar a él. Desde entonces era su canción, porque nunca les habían permitido besarse lentamente mientras se abrazaban escuchando cualquier otra, así que tenían que recurrir a ella como mensaje cifrado. Cuando se querían –y se habían querido tanto…- y fingían ante sus padres que Laura no sentía nada por Rafa, él la ponía a todo volumen, retumbando en toda la casa para que ella supiera que su amor seguía intacto. Loli se quejaba del ruido, pero en el fondo se compadecía de su pobre niño, al que no dejaban ver a Laura, y lo mismo le ocurría a Claudia con su hija. Sheila estaba empezando a pensar en hacer una versión, Pepe, Sergio y Bea le daban ideas para maquillar aquella pastelada de ritmo pegadizo del verano, Ernesto se quería tirar por la ventana, pero las posibilidades de romperse la crisma desde el primer piso de un chalet se reducían a la nulidad, así que solía irse al club con Mariano tras fracasar en sus intentos de neutralizar los acordes de Acordes dirigiendo a la Filarmónica de Viena en la interpretación del Requiem de Mozart hasta que los cristales amenazaban con resquebrajarse. Daba igual, Rafa siempre ganaba, y luego nadie podía extrañarse –de hecho, casi nadie se enteraba- de que ella tarareara insistentemente la machacona melodía mientras regaba las plantas, su forma de decirle a Rafa que ella también le quería. No pudo evitar que se le escapara una lágrima.




El chaval que se sentaba a su lado, rubio, bien vestido y más hijo de la Gran Bretaña que la mismísima reina de Inglaterra, la miró de soslayo. “¿Estás bien?”, le preguntó en un perfecto castellano. “Sí”, mintió ella, “no se preocupe, muchas gracias”. “No me las dé”, claro, ¿cómo las iba a aceptar, con aquella pinta de haberse educado en un caserón victoriano? “Ya sabes, para cualquier cosa que necesites. Me llamo Timothy Rumsfeld-Lauper, pero puedes llamarme Tim”.
(Continuará)
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