Di que no era verdad (II)

- Rafa… Rafa… ¡¡Niño!! Nada. Insoportable, está insoportable, de verdad...
- ¿Qué le pasa ahora?
- Yo qué sé… Está rarísimo desde antes de ayer…
- ¿Sólo desde antes de ayer?
- ¡Bueno, en realidad desde que llegó! Mírale, ahí, en la cama, con los cascos enganchaos. Si es que no reacciona, es como si no nos viera…
- Mujer, es que no nos ve, que no ves que tiene los ojos cerraos…
- … y cuando los abre, total ¿pa qué? Pa mirar al techo, nada más… ¿Estará enfermo?
- No creo. Pa mí que esto va a ser que lo ha dejao una niña…
- ¿Pero qué niña ni que niña, Marcelino? Pero si desde que llegó aquí va de casa al trabajo y del trabajo a casa, que me ha dicho el Sebas que es muy formal, muy responsable y muy currante, pero que hay que ver lo poco que habla, que parece mentira que sea hijo de la Loli… Si es que ni siquiera ha querido quedar con el Perico, que antes de ayer me encontré a su madre en la plaza y me preguntó por el Rafita, que su niño estaba deseando verlo y que a ver si el taller le dejaba tiempo porque parecía mentira que en la cantidad de semanas que lleva aquí no haya tenido un rato para pasarse por su casa…
- Sí, si todo eso es verdad, pero aquí pasa algo raro, porque a ver, de Madrid se vino mustio, normal, con la que tuvo con la Loli… Pero lo de ahora no es normal, cariño, te digo yo que no es normal. Una cosa es que el chaval no hable demasiado y ande por ahí cabizbajo y otra muy distinta que lleve todo el fin de semana encerrado en su habitación, sin comer y yo diría que sin dormir, que le oigo levantarse para ir al baño como tres veces por noche, y a saber las que se levantará sin que le oigamos. Y mañana es lunes y tiene que trabajar, a ver cómo va a tener cuerpo…
- Ay, Marcelino, yo voy a llamar a la Loli, ¿eh? Yo voy a llamar a la Loli, ¡porque como la Loli se entere de lo chuchurrío que está su chaval, ésa se presenta aquí y nos rebana el pescuezo!


Rafa cerraba los ojos para no encontrarse con los de Laura camuflados entre los relieves del techo. Apareciéndosele a traición, como el más cruel de los fantasmas. En sus oídos el silencio ensordecía el sentido de su vida y la cabeza le estallaba con palabras enredadas, una vez más. No entendía cómo podía haber subsistido aquella cinta durante tanto tiempo con la caña que le había metido en los últimos dos años. Cada vez que la había cagado con Laura, cada vez que la había visto con otro, cada vez que había escuchado las palabras más terribles –ya no te quiero, Rafa- de sus labios y, lo peor, cada vez que las había leído en su mirada. Pero sobre todo desde el momento en el que tuvo la feliz idea de dejarla llorando en aquel banco. Una cagada más. La más gorda, quizás, porque durante mucho tiempo no encontró las fuerzas para vivir con el dolor de un recuerdo. En sus pesadillas, Charlie la besaba una y otra vez. Y entonces no se le ocurrió que a ella pudiera pasarle lo mismo cuando él besaba a su prima, como si el hecho de que Angie no fuera amiga suya hiciera que le resultara menos insufrible la sensación de estarle perdiendo, tal y como le sucedía ahora a él. No se le ocurrió entonces, pero ahora se le ocurría. Se le ocurría mucho. Muy a menudo. Concretamente desde que se había dado cuenta de que ella había pasado página, le había olvidado. Porque hasta que Loli le llamara para darle la brasa dos días antes, él la creía –estúpida e injustificadamente- suya. Suya, aunque no se sintiera capaz de estar con ella. Y por eso vivía convencido de que, por muchas personas que entraran y salieran de su vida, nadie conseguiría arrebatársela.


Pero entonces su madre llamó, le preguntó por el trabajo, le pidió por enésima vez que volviera a casa y Rafa sólo advirtió una diferencia con respecto a las demás llamadas: en aquella ocasión no utilizó a Laura como medida de presión, no le recordó que si no regresaba pronto ella terminaría por conocer a otro. Habló de su padre, de Sheila, de Pepe, de su abuela y hasta de la Condesa, de Poncho y de Charlie, de Gigi y de Gaby, pero no habló de ella. Y luego él, vacilante, preguntó por los vecinos en general, tiñendo su voz de formalismo dirigido a ninguno de ellos en particular. Y entonces su madre hizo explotar la bomba de Hiroshima sobre su corazón con el mismo tono que solía emplear antes para comunicarle que había gambas para cenar. Laura se iba. Se iba el mismo lunes a Oxford para estudiar y probablemente a partir de entonces sólo volvería de visita. Porque Inglaterra, ya se sabe, es un país rico y elegante, y fino, como siempre había sido esa niña, que además sabía tanto inglés que no iba a tener problemas para hacer amigos bien pronto, y sobre todo para encontrar un universitario guapo y rico que pudiera darle todos los caprichos hasta que se dedicara a darle churumbeles, porque cuando eso pasa los hombres son iguales en todos sitios, en Usera, en la urbanización y, con toda seguridad, también en Oxford, todos unos malajes que esperan que sea la mujer la que se encargue de todo. Como le pasaba a ella misma con su padre, como le ocurría a Claudia con Ernesto. Y así mejor para todo el mundo, oye, que yo veía a la criatura con una cara de mustia todo el día, y desde que sabía que se iba a la Gran Bretaña como que se le había puesto otro color, porque después de todo ya iba siendo hora de que pasara página y se olvidara de él, porque su niño era el mejor, además del más guapo, pero si él no la quería, pues no la quería, y tenía que asumirlo, y la verdad es que siempre fue muy poquita cosa y a él le gustaban las chavalitas como más hechas, no tan delgadas, y bueno, pues mira, si encuentra a un inglés que la cuide, que es lo que importa al fin y al cabo en un hombre, mejor que mejor. Y Rafa, hijo, ¿me oyes? Yo es que no te escucho nada. Pero nada de nada. Debe ser la cobertura, así que voy a colgar. Que comas bien, que te cuides, que dejes de hacer el burro y que vuelvas cuanto antes, que todos te echamos de menos.

Y desde que el temblor de sus manos le permitiera colgar a él también, sentía náuseas. Náuseas a todas horas. Familiares náuseas que con toda seguridad ya había sufrido antes, esa terrible sensación de vacío en el estómago que le asaltaba cuando una monstruosa realidad cobraba forma: la había perdido, esta vez sí, sin remedio. La había perdido, joder. La puta bomba de Hiroshima había caído y Rafael Sánchez era historia. En su lugar, ahora había un cráter que a duras penas conseguía parecerse a una ciudad arrasada. Tan ruinosa que no podía levantarse de la cama ni se encontraba el ánimo en ninguna parte. Tan destruida que ni siquiera servía para tener sueño, o para tener hambre.

(Continuará)

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