Di que no era verdad (I)
Este verano volví a ver una serie que se emitió en Antena 3 hace ya unos cuantos años. Se llamaba "Mis adorables vecinos" y creía que yo era la única persona que se acordaba de Rafa y Laura, los protagonistas de la trama amorosa principal de la serie. No pude ver el final de esta historia en directo entonces, así que lo hice por primera vez este verano y me indigné. Tanto que dediqué mi tiempo de friki-ocio en elaborar un final alternativo que colgué en youtube.

Hoy sé que no soy la única que les recuerda (para mi sorpresa, la mayoría de las visitas de mi vídeo proceden de Europa del Este ¡!), y que tampoco soy la única a la que no le pareció bien el desenlace escogido por Globomedia para Rafa y Laura. Pero entonces aún no lo sabía, por tanto, como escribir me gusta más que hacer vídeos, me puse a redactar un nuevo final, un futuro alternativo para esta pareja. He aquí el resultado, que iré colgando por partes.





DI QUE NO ERA VERDAD


El reloj de la mesita de noche marcaba las 23:45 y aún no estaba preparada. Volvió la vista hacia los pies de la cama donde reposaba su maleta azul de siempre, amenazando con ir a reventar de un momento a otro, flanqueada por otras tres maletas nuevas que le había comprado su madre. Se giró para mirarla en una fotografía en la que también aparecían su padre y ella misma. La imagen llevaba años presidiendo el corcho que cubría casi en su totalidad una de las paredes de su habitación. Iba a extrañarles. Muchísimo. Tampoco le había resultado fácil decir adiós a los enanos. Los niños son unos profesionales del chantaje emocional y, aunque difícilmente habría podido encontrar un buen momento para irse, desde luego no era el mejor para dejar a Bea huérfana de los consejos de una hermana mayor, ni para desoír el hipotético síndrome de príncipe destronado que podría sacudir a Sergio de un momento a otro, ni tampoco para perderse los primeros pasos, las primeras palabras de Antonio. No tenía demasiado tiempo, así que se levantó con decisión y se dirigió al baño, abrió el cajón en el que guardaba la bolsa de aseo, la colocó sobre el tocador y, al levantar la vista hacia el tarro de leche hidratante, se dio de bruces contra su propio reflejo. No hay ninguna razón para quedarse.

Cuando el espejo empezaba a hablar, ya no había forma de callarle. Sobre todo porque solía tener toda la razón. Esta vez también la tenía, porque nunca volvería a entrar en su habitación, porque no volvería a escuchar su voz tras el seto de arizónica, porque no tendría que enseñarle a traducir frases. You won’t escape tonight, you will be mine, ¿qué te parece? No había ninguna razón para quedarse, porque él no allanaría su jardín de madrugada, borracho y empeñado en despertar a todo el vecindario con una serenata, porque no volvería a destrozar una canción de Los Pecos para explicarle hasta qué punto la amaba, ni gritaría sus celos hasta hacerla llorar y estallar de dolor él mismo. Joder, no había ninguna puta razón para quedarse.


Y al descubrir que sus pensamientos utilizaban sin esfuerzo el mismo lenguaje que habría empleado él si estuviera en su lugar, su garganta se enredó hasta convertirse en una maraña imposible de deshacer. No iba a poder decirle adiós, aunque tampoco es que importara. Adiós tan sólo es una palabra, y él tampoco se la había dicho a ella el día que se marchó. Su madre le explicó después que la vecina había discutido con él por dejar los estudios para montar un taller. Ella había estado en ese taller y había intentado convencerle de que buscara una forma de compaginar las clases con su incipiente negocio. Pero él no la había escuchado. Como si volviera a necesitar y no encontrar bocatas en esta urbanización de pijitos. Y al recordar las primeras palabras que le oyó pronunciar en la casa en la que habían pasado tantas horas juntos quiso reír, pero se echó a llorar.


Hacía semanas que sabía que tenía que asumirlo. Se lo había dicho a Aitana. Lo suyo con Rafa era historia, y la realidad le había demostrado que podía sobrevivir sin él en un sinfín de ocasiones, pero lo cierto es que entonces sabía que bastaba con salir a tomar el sol en el jardín y esperar a que a él se le escapara la pelota, con aguardar a que a Loli se le ocurriera una excusa para engalanar su casa de evento ineludible, con traspasar el umbral de la puerta de clase, y allí estaría. Odiándola o amándola, a su manera y según tuviera el día, pendiente de todas las demás y, en realidad, de ninguna otra que no fuera ella. Y que se entere todo el mundo: Rafael Sánchez quiere a Laura Sandoval. Ahora todo era distinto. Rafael Sánchez vivía en Ávila, no demasiado lejos pero sí lo suficiente. Y, sin ánimo de contradecir lo que supiera todo el mundo, Laura Sandoval sabía que ya no la quería, fueran cuales fueran sus últimas palabras al respecto. Veinte minutos más tarde, todo estaba controlado. Laura se metió en la cama dispuesta a no pensar, a no moverse, a permanecer quieta y dormirse lo antes posible. Cerrar los ojos y los oídos. No recordar que sobre la cama que la sostenía decidió que le quería. No rastrear su aroma entre las sábanas para no descubrir que se había perdido hacía meses. Dormir, dormir cuanto antes. El mundo no se acaba por un tío y todo eso. Y mañana estaría lejos. Lejos de él y de todos. Su avión salía a las 6:45. En Oxford no habría nada que pudiera recordárselo. Oh, mierda, sí, el maldito inglés. El maldito inglés al que le debía todo lo bueno y todo lo malo…
(Continuará)
1 Response
  1. Paula Pola Says:
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